Son muchos los aspectos que nos pueden ocupar al tratar la quimérica dimensión de la Deontología Jurídica, sobre todo porque la Deontología puede ser una gran verdad o una gran mentira, muchas normas o ninguna, una necesidad o una realidad, una imposición o una convicción. Y en todo ello emerge un panorama turbado por incesantes normas que tratan de ordenar elementos del “yo” profundo, y que mucho tienen que ver con la cuna de cada cual, con la vocación íntima, y con la formación responsable personal y profesional.
Hay que resaltar la preocupación nacional e internacional por regular el comportamiento ético y deontológico de los profesionales del Derecho. Se mencionan la honradez, la probidad, la rectitud, la lealtad, la diligencia, la veracidad, la independencia, el secreto profesional, las incompatibilidades, la función social, la integridad… Todo ello se exhibe y expone en los códigos y estatutos de mil formas, y, en cambio, no se despeja esa sensación de vacío, de bandera que ondea desde siempre jalonada por mil fotos e infinitos desplantes. Son necesarias las normas, pero mucho más importante es su exigencia, su conocimiento convencido, su aplicación y la valoración de aquel que las atiende.
Uno contempla con ánimo romántico estas propuestas desde un despacho mientras espera que un compañero le devuelva una llamada, mientras se recupera de una contestación despectiva, mientras se desespera por las tácticas dilatorias de un letrado defensor de un insolvente, mientras asiste abochornado a una vista donde el letrado contrario exhibe comunicaciones profesionales sin el más mínimo pudor… ciertamente, mientras ejerce la profesión, y contempla triste la Deontología como una bandera de los débiles, o como un refugio de teóricos o “quijotes solitarios”.
Cierto es que programas de formación universitaria y profesional comprenden e incluyen el contenido ético y deontológico, pero serán letras en un papel si no encuentran la continuidad de la necesaria sensibilización y labor de concienciación para reforzar la posición del colectivo y el aislamiento del incumplidor. Y, definitivamente, aquí aparece el protagonismo de los Colegios de Abogados, cuyo lustre e “ilustre” debe comenzar por esta gloriosa y compleja labor de exigir, convencer, formar conciencias, orientar formas y conductas, eliminar tachas y acciones impropias de una profesión que se ocupa de aspectos trascendentes de la sociedad y que se localiza directamente en el auge y defensa de derechos y libertades inherentes a la condición humana. Eso debe ser lo ilustre de un Colegio de Abogados…
Bien es verdad que la Deontología y los valores que no se traigan “de casa” se impondrán e interiorizarán con mucha más dificultad, pero todos somos responsables de implicarnos en la tarea.
Que la pasividad no es deontológica ni ética…
Ángel Luis Gómez Díaz, socio director de la firma ÁREA, ABOGADOS Y ASESORES